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Minga 2025

ROMERIA

 

Transcurría el mes de abril de 1933, Año Santo de la Redención, Jubileo extraordinario convocado en honor al aniversario de la Resurrección de nuestro señor, yo con apenas cinco años, en la inocencia de mi infancia, veía sin entender como mi mamá y mi papá pasaban horas y horas buscando mentalmente pecados cometidos que serían redimidos con sudor y hambre: ¡hay que aprovechar! exclamaba mi mamá, no todos los días uno se puede poner al día con el señor. Llegado el jueves santo nos levantaban a todos a las dos de la mañana, unos a la cocina a preparar las viandas, otros al solar para alistar las bestias y otros más a la capilla para enganchar el anda y vestir la virgen. Salíamos a oscuras camino arriba buscando la carretera, poco a poco en el andar íbamos recogiendo peregrinos que, como nosotros, iniciaban el camino en romería hacia las Lajas.

 

Para mis huesos flacos tal faena hubiese resultado imposible si no fuera por un par de peones que me llevaban cargada en una silla como un santico más, bajo la silla iba el avío, delicias empacadas en bolsas de algodón, de donde pícaramente iba pellizcando pites de pan y papa bajo la complicidad jocosa de mis cargueros. Peregrinábamos todos en un silencio sepulcral, solo alterado por el jadeo de las bestias y el pujar de lo peones, bajo una atmosfera contemplativa interrumpida ocasionalmente por las oraciones que daban inicio en cada una de las estaciones marcadas en el camino por una cruz con un número en romano.

 

¡Pascuas llegarán! Era la amenaza constante de papá ante los ataques de risa de mis hermanos a quienes por momentos les ganaba su espíritu infantil y que de no ser por el apretón de brazo de mi mamá tendían un castigo más severo. Eran los días santos y cualquier acción cotidiana atentaba contra el cuerpo del señor, incluso reír. Una bolsa de aco era el narcótico que adormecía el cansancio, iba y venía de adelante a atrás y de atrás hacia delante de donde cada uno tomaba un puñado de ella y como podía lo masticaba en seco para mitigar el hambre y entretener las horas. Al llegar a un caserío nos recibía un cura que nos bendecía el recorrido a punta de avemarías y agua bendita hasta que el viaje iba poco a poco terminando al atardecer, habiendo salido de las montañas de Túquerres y pasando por Sapuyes, Pupiales e Ipiales, sabíamos que íbamos llegando por lo lento que se volvía el avance en un camino atiborrado de miles de personas que al igual que nosotros buscábamos la protección de la mestiza y ante ella nos presentábamos cumpliendo la promesa. Sobre mí lo que sería una imponente iglesia, aún en construcción, en frente de mi la piedra laja santa y a mi alrededor muchos peregrinos que sobaban trapitos de tela sobre sus cuerpos y que iban empujando entre las grietas pidiendo curación a sus dolencias junto a los caminantes que ponían a los pies de la señora los bastones de palo que había servido de apoyo y testigo de las peripecias del camino.

 

Llegada la noche y con el espíritu remendado y la panza llena buscábamos camino de regreso, había culminado la romería, o eso creíamos: mi mamá, una matrona robusta y con carácter de acero se había prometido como fiestera de la virgen buscando la protección de la mestiza en la cosecha de septiembre.

 

Llegado el día, al pueblo bajaban mujeres con puros, pilches y aguamaniles llenos de comidas y bebidas, flores de astromelia recién cortadas que adornaban la iglesia, banderas de papel azules y blancas en todas las puertas, la banda que tocaba tonadas alegres para animar el paso de la virgen y los cuetes que tronaban atrás y adelante completaban el jolgorio. Muy entrada la noche el castillo y la vaca loca quemaban las ropas de mis hermanos que aprovechando el descuido de mis padres se habían chumado con guarapo de Ricaurte, ya al alba una banda desafinada marcaba el final de la fiesta, hasta el otro año sentenciaba mi mamá.

 

Así, entre peregrinaciones fueron pasando los años y la vida, nunca podré olvidar algún momento con mi mamá en que le pregunté si no se cansaba de tanto, ella me miró sabiamente y dijo: el anda pesa menos que la devoción.

 

La Fundación Cultural Indoamericanto presenta al Carnaval de Negros y Blancos su minga 2025: Romería. Una obra que evoca las costumbres asociadas a las tradiciones religiosas de los pueblos de Nariño y que nos conecta con el caminar y lo sagrado de nuestra propia vocación: el Canto a la Tierra, una peregrinación multitudinaria hacia la Pachamama llevando a cuestas el amor por el Carnaval.

 

“Las prácticas religiosas en los pueblos y las ciudades del Departamento de Nariño, constituyen en una expresión viva de la cultura tradicional y en ella confluyen los distintos rasgos heredados en el sincretismo”

Jose Humberto Guerrero Academia Nariñense de Historia

Revista de Historia Volumen X – No. 70 Pasto, agosto de 2004

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